Sigo viendo, entre mis compañeras y compañeros de trabajo, que se asienta eso de estar sentados y sentadas tras una mesa, en una silla de oficina, esperando a que la persona a la que tenemos que atender venga a nosotras. Mahoma, la montaña y esas cosas. Aunque, bueno, también es verdad que, a lo mejor, esa visión tan «inmovilista» (#festivaldelhumor) responda al hecho de que, en la actualidad, mi puesto de trabajo y, por ende, el de mis compañeras, no es excesivamente movible. Y, es más, llevo observando de un tiempo a esta parte que son muchas y muchos los Educadores Sociales que reivindican ese carácter tan identitario nuestro basado en salir a la calle, en ir a los institutos, en ir a la montaña o que ella venga, cómo sea…
En todo caso, tampoco me quiero extender en ese debate entre lo acomodaticio versus el hiperintervencionismo que, de alguna u otra manera, ya pretendí abordar en un artículo que escribí allá por el mes de diciembre de 2011 titulado ‘Ni Clowns con Malabares, ni Psicoanalistas de Diván’. Lo que me ha motivado a escribir estas líneas (además de un Wathsapp de mi querido amigo Asier), que de manera tan cansina estoy introduciendo, es el hecho de que, a lo mejor, echo en falta eso de salir a la calle o, dicho de otra forma, el intervenir en otros contextos que no sean el despacho. Y ello me ha llevado a recordar, ahora sí, un caso que atendí hace unos cuantos años ya…
… un caso que tampoco es que lo recuerde porque la intervención en sí misma fuese especialmente relevante, complicada, especial, difícil o fácil, etcétera; a grosso modo diré que se trataba de una familia monoparental compuesta por un padre y dos hijos, chica y chico, adolescentes con los que chocaba a menudo por unas razones tan sencillas como un pronunciado choque generacional (el padre era bastante mayor para la edad de los chicos) y, por consiguiente, un intenso choque de valores, un tratamiento de padre hacia hijos muy carca y unos chavales que, a su vez, trataban de torear al padre… En fin, como ven, nada especialmente llamativo o extraordinario…
¿Por qué lo recuerdo entonces? Pues porque (y ya entroncando con la introducción) el 80 o el 90% de las entrevistas que tuve con el padre y con los chavales las tuve en una zapatería. Sí, en una zapatería de las de toda la vida. Más concretamente en el taller de reparación de calzado de la misma, entre cuero, cola, suelas, pinquis, máquinas pulidoras, etc. Un contexto, ahora sí, especial. Unos encuentros con el padre para tratar que debía ser más flexible con sus chicos mientras este arreglaba unos tacones o ponía unas plantillas especiales. Unos encuentros con los hijos para trata de hacerles ver que se tenían que responsabilizar un poco más en las tareas de casa al borde del mostrador mientras éstos vendían alpargatas, chancletas y pantuflas de andar por casa.
Una familia estupenda y un contexto fantástico. Un zapatero remendón y unos hijos que, a pesar de la insistencia del padre, no quisieron continuar con el negocio. Unos clientes que veían como, con cierta regularidad, un tipo grandón (éste soy yo) se sumaba a la fotografía habitual que ofrecía la zapatería del barrio.
Un post, con todo, para reivindicar la bonita posibilidad que nos ofrece la Educación Social de salir de nuestras oficinas y despachos y poder participar con las personas en otros contextos, en otros espacios que les influyen a ellas y también a nosotros. Una oportunidad de profundizar, en ese sentido, en las historias de nuestras familias, chavales, personas con las que trabajamos a partir de esos lugares… (¿no va de esto un poco la psicogeografía, extraña y poco conocida disciplina que, quién sabe, puede ser aprovechada por nuestra profesión?)
En fin, que no me enrollo más… Gracias Asier por darme la idea de recordar aquellas mañanas y tardes en aquella zapatería. Y al resto, lo dicho: si pueden, salgan, actúen, intevengan, medien, acompañen en muchos contextos y espacios. Será muy enriqucedor. Se lo dice uno que, ahora, no puede hacerlo.
Imagen vía Nikonistas