Vivimos tiempos acelerados y de consumos masivos. Y aunque muchos profesionales de la educación social, nos resistamos a reconocerlo, los propios protagonistas de nuestras historias profesionales y sujetos de intervención a la postre, no pasan por el mejor de los momentos reconocido. Reflexiono, le doy mil vueltas y choco con una tendencia, que me da miedo por el abismo a donde nos dirige: la dificultad de sintonizar con la dificultad, el dolor y los deseos de las personas para las que trabajamos. El frontón institucional (autodefinido como protector), asiste a mi parecer de manera muy notable, pero no transforma. La eterna dicotomía entre el Asistencialismo y Proactivismo.
Para mejor desarrollo, destaca este artículo fantástico de Ana Lima, presidenta del Consejo General del Trabajo social, publicado recientemente en el Pais.
No es por falta de empatía o no querer lo mejor para dichos educandos. Se trata de una espiral científica de difícil conjugación donde entran: personas, plazas, ratios y cifras de contención en el servicio. En definitiva, cantidades antes que cualidades.
Y entre tanto acelerón y algoritmos Gaussnianos, rescato de estas últimas semanas laborales una instantánea que me esboza una sonrisa y me alivia de alguna manera, acercándome a la emoción y esa sensación indescriptible del vínculo: un joven institucionalizado desde hace 4 años, regresa a su hogar familiar, aunque sea solo puntualmente. Mas de 1200 días donde la sombra y las cerraduras, se apoderaron de su mundo interior. Del sentido de pertenencia.
No les espera nadie físicamente, pero emocionalmente está todo allí presente para él: su habitación, su barrio, sus antiguos libros y objetos obsoletos de la infancia y sobre todo, sus recuerdos.
Un diploma del Conservatorio y el certificado de músico profesional de su madre, cuelga sobre un hermoso piano color caoba que descansa en el salón. Se sienta sobre la banqueta, levanta la tapa y empieza suavemente a deslizarse por el teclado, entonando una melodía que recuerda de hace años.
“Mi madre era músico y tocaba en el Orfeón. Nos tocaba unas canciones superchulas” me dice, mientras mi bello empieza a erizarse como muestra de mi debilidad. Será que he vuelto a recuperar sensaciones que creía olvidadas.
“la dificultad de sintonizar con la dificultad, el dolor, y los deseos de las personas para las que trabajamos”, en mi idioma, se traduce como “lo poco que, en el fondo, me importan las personas para las que trabajamos”, y tambien se traduce como “indiferencia”, y tambien como “egoismo”
a ver, que no estoy diciendo que a vosotros en concreto no os importen una mierda las personas con las que trabajais
pero yo se perfectamente que hay gente que trabaja en cosas de ayudar a personas, sin importarles un carajo las personas a las que ayudan (en los reformatorios y carceles, de estos hay muchisimos)
yo, en vez de decir “las personas con las que trabajamos” (que mas que de personas, parece que se este hablando de herramientas o maquinarias u objetos), diria mas bien “las personas a las que ayudamos” (que es lo que REALMENTE es lo que haceis -y haria yo, si pudiera-)