Los regatos, riachuelos y fuentes, brotan a cada paso del camino. Un trayecto de recovecos entre los que se asoma la abundante vegetación que le acompaña. Son pequeños bosques y villas de no más de 30 casas, las que dejamos a uno y otro lado en nuestro periplo. Viseú no acaba de seducirnos lo suficiente como para recibir posada y preferimos bajar hasta Coimbra, epicentro de la Beira litoral.
Cuna de reyes, está regada por el majestuoso rio Mondego siendo una de las primeras ciudades europeas en fundar su Universidad, de celebración por su más de 700 aniversario. Hemos escogido un hotel novelesco, de anhelos románticos e historias singulares, de proclamas políticas de principios de siglo y formas clásicas nobiliarias. De aquel Astoria, solo queda el nombre y aquellos recuerdos de casinos, baños curativos y cabarets o folklores de los alegres años 20. Y esa fachada imperial con cartel de neón que ilumina parte del rio a su paso. Un mito viviente de la arquitectura vintage de dimensiones colosales. Un portugal en blanco y negro, como los de antes.
Este viaje singular lo realizamos en familia, con infante a bordo y algunas de esas preferencias neonatas que intentas coinciliar. Es parada obligatoria, el pequeño parque temático da Cidade dos Pequeninhos (Portugal de los Pequeñitos), una recreación a tamaño mini de las distintas casas regionales típicas portuguesas , así como de las edificaciones más significativas de las que hasta hace bien poco fueron antiguas colonias: Timor, Angola, Brasil, Mozambique, Macao…
Se echa el atardecer y es menester un paseo que se hace deleite entre callejuelas estrechas y pequeños rincones con encanto, mientras los oídos se evaden entre música de fusión y folklore tradicional. No en vano, hoy celebran la fiesta de la cebolla, ese pequeño caviar encapado por los siglos empobrecido.
Mientras la luna brillante, se refleja en algunos de los ventanales de la Catedral Vieja, un viejo cartel de pizarra llama nuestra atención. Hoy entre los platos se anuncia Cabrito ao Forno a senhora da Serra, con el siempre dulce acompañamiento del Fado ensoñador y nostálgico. Las expectativas generadas en el Restaurante Trovador se cumplen con creces. Así da gusto bajar las escalinatas serpenteantes de la ciudad lusitana y buscar aire fresco frente al rio, mientras la digestión se acomoda. Una buena copa de helado de yogurth, es nuestra despedida justo antes de la pernocta.
De mañana partimos veloces (todo lo que un desayuno buffet te permite) al encuentro de otro edificio histórico y preciosista. Está en pleno medio rural y fue una de las últimas edificaciones del reino, a finales del siglo XIX. Adentrándonos en un camino de montaña, frente a un bosque magnífico en su variedad floral, nos topamos con el Castillo de Bussaco, ahora reconvertido en Hotel de altas prestaciones.
Sus fuentes, su entorno, sus piedras y salones, manifiestan tiempos de vino y rosas, al menos para las clases más nobles de la sociedad de la época, y servía como soporte institucional para recibir a las autoridades de otros rincones del planeta. Con una colección magnifica de caldos (estamos cerca de Oporto, recuerden) , uno se queda ensimismado leyendo la carta del restaurante y se autoconvence de que en la próxima visita, más que merecida, no se puede escapar sin probar ese servicio. Dibujando incluso la localización futura, frente a una pequeña terraza barroca en la que brillan loza y mantel y se escuchan las gotas de un manantial cercano que brota justo debajo.