La vida. Hace bastantes años entrevistaba a una madre sobrepasada con un hijo de cuatro años y le dije algo así como “María, con cuatro años no te puede ganar”. No te puede ganar. En fin, si me encontrase a ese educador social ahora le diría: ¿Pero tú estás tonto o qué, chaval? Y es que hace dos años y medio que nació mi Gabriel y cada vez que cedo a sus berrinches o a su mirada de pena implorando “papá, más chocolate” me acuerdo de María y de mí. Con Gabriel soy un blandengue, mucho más que su madre. Parece que es un defecto de los padres demasiado mayores. Gabriel me ha cambiado la vida en muchas cosas, pero sobre todo en dos que me temo que van en un pack: un amor tan avasallador que me veo incapaz de explicar y un miedo, este sí, físico, terrible, insoportable a que le pase algo. Esto último su madre lo lleva mucho mejor. Es más joven. Yo que siempre me he jactado de no tener miedo a nada y ahora ando entre una felicidad atontada, porque es acariciarme Gabriel la barba por la mañana y decirme tetimo[1], porque ahora ha aprendido a decir tetimo, y es como si me metiera un chute de MDMA que me noquea y me agilipolla, y el temor constante a que lo atropellen, o le peguen, o se caiga, o se ahogue o qué se yo.
También nos ha puesto por primera vez, a mi mujer y a mí, en la tesitura de ser escudriñados en una reunión con profesionales: la psicóloga y la profesora de la guardería (bueno, educación infantil, o como se llame). Una sensación extraña porque yo tengo la desgraciada capacidad de ensimismarme mientras me hablan, que parezco tonto, así que como conozco el negocio pienso mientras platican cómo habrán preparado la entrevista, cómo cuidan las palabras para que no saltes, cómo creo que eso que me acabas de decir es para enjabonarme y suavizar lo otro que me has dicho, como se relajan cuando ven que la reunión les está yendo bien y tú a la vez piensas que sí, que les está yendo bien, que hay profesionales que saben su oficio y te preguntas, no, no te preguntas, sabes, que luego, cuando cerremos la puerta, dirán algo de nosotros, porque tú también lo has hecho antes, infinidad de veces: qué majos estos padres, o tal vez qué simpática ella, pero él, un poco enteradillo, ¿no?, o que mayor él, ¿verdad?, está más estropeado, ¿educador ha dicho? del gremio, claro, son los peores. Y de tanto en tanto despiertas, escuchas, sabedor de que ahora no tienes el poder, de que estás al otro lado de la mesa, observado, algo desvalido y a la vez como una fiera que cuida de que nadie diga nada injusto de su cachorro. Algo salvaje, porque también sabes que eso de que un educador no deja de serlo nunca es una gran chorrada. Lo que nunca dejas de ser es persona. ¿Los padres de Gabriel? Adelante, siéntense. ¿Un educador y una profesora?, quita, quita, ¡un león y una leona! con las zarpas desenfundadas. Dos fieras vulnerables y con sueño.
La muerte. Mis padres, que tienen ahora noventa y un años, él, y ochenta y siete, ella, han llegado a conocer a su nieto, lo cual significaba mucho para mí. Con esa edad sabes que cualquier día pueden morir. No tengo ni idea de si eso amortigua el duelo, aunque supongo que ayuda saber que no se han ido demasiado pronto, injustamente. Digo yo. Lo que no esperaba es que el último año y medio fuese tan duro. Primero fue la demencia de mi padre, que avanzaba a bocados, después su caída en el supermercado, la rotura de la cadera, el hospital, el confinamiento. El sufrimiento callado de mi madre, al que casi nadie, porque no podíamos, hacía caso. Un vendaval nos arrastró de repente a ese lugar que tanto había oído antes, en las historias que me contaban en el despacho o que me explicaban mis compañeras: la familia descolocada, el estrés, la falta de recursos que nunca son suficientes. Qué difícil y qué trabajo tan extraordinario e invisible el de tratar con familias que transitan en el caos. Cuatro hermanos expulsados de la arcadia feliz que suponía la compañía entregada y dichosa de mis padres. Algo que parecía que iba a durar siempre, ese autoengaño. Mi padre no recuerda ahora el nombre de su nieto, confunde bastantes cosas, pero ha sobrevivido a la Covid que le diagnosticaron. Esa fuerza de la naturaleza que fue, parece que por lo menos ahora no sufre y todavía aspira a un encuentro donde podamos ir a un restaurante -pago yo, ¿eh?, pues claro, papá, faltaría más- y abrazarnos sin mascarilla. Empezó a perder la cabeza cuando mi hijo no caminaba y con un poco de suerte lo verá correr. Con un poco más de suerte (ha sobrevivido a la Covid siendo un viejo asmático ¿por qué no?) quizás aguante hasta que Gabriel tenga una edad en la que la imagen de su abuelo sea real para él y no un recuerdo en las fotos. Quizás aguante, qué egoísta y cruel suena.
[1]Te quiero mal dicho, en catalán, algo así como tequero.
Biografía SERA SANCHEZ: educador social, mediador familiar y, actualmente, técnico comunitario. Tutor en la UOC y profesor asociado en la UdG. Miembro de la compañía de teatro Factoría Los Sánchez. Autor de Educador social en Alaska de editorial UOC. Sitio WEB: http://eleducadorsocialenalaska.blogspot.com
He empatizado tanto contigo…. seria para un café
Ánimo compañero!!!
Cuanta razon querido sera,… La experiencia de ser padre o madre creo que es la mas terrible y maravillosa a la vez. Empatizo contigo… Una leona que protege a sus cachorros es capaz de hacerlo todo., a lo Belen Esteban
Referente al trabajo, en mi caso me ha ayudado a empatizar mas con las familias y a aprender de las crisis maternofiliales. Mas cosas positivas que negativas.